Se acercaba la festividad del Pilar y yo estrenaba una falda blanca de rayas verticales naranjas, suaves. Iba a salir de casa cuando mi madre se dio cuenta de que en la parte de atrás tenía una mancha marrón y tiró de mí hacia atrás. No pisé la calle esta tarde, no me quedaron ganas. No recuerdo mucho más, salvo que las compresas eran demasiado gruesas (un dedo más o menos). Me sorprendió que mi madre tuviese compresas porque ¿quién va a querer tener eso en casa?, ¿en serio mamá?, ¿dónde lo habías guardado?
No diré que la regla y yo hayamos sido buenas amigas, pero gracias al ibuprofeno y las píldoras anticonceptivas nuestra relación mejoró y ahora, que me encamino hacia la menopausia, creo que echaré de menos su rigurosa y dolorosa visita mensual… ¿De verdad estoy escribiendo eso?
El periodo no ha sido para mí una cuestión relacionada con la higiene personal. Veo los anuncios de compresas y me pongo enferma: parece que el único problema es que no huelas suficientemente bien, que la mancha de sangre pueda traspasar tus bragas o que no puedas bañarte en verano (aunque esto en el sur de España es un problema)
Hay una faceta dolorosa y jodida de la regla de la que no suele hablarse. ¡Si ni siquiera se hablaba del periodo como tal! ¿Entre nosotras?, ¿entre amigas? No recuerdo haber hablado con ninguna del mío ni del suyo cuando tenía quince años. Lo de los besos y la virginidad (ajena) era otra cosa, pero lo relacionado con la regla no se mencionaba y punto. No sé si nuestra educación católica era determinante, porque mis hijas no han sido educadas en un ambiente religioso y tienen el casi mismo pudor que yo a su edad. Es como si nadie hubiera tenido la regla antes, o nadie la fuera a tener después.

Otro motivo para no hablar de la menstruación es el rechazo a crecer. Sentía pavor de que los demás llegasen a sospechar que tenía la regla, porque seguía siendo una niña. Si es que no tenía ni doce años. Cuando estabas con el periodo había cosas a las que no podías jugar: hacer el pino, saltar la goma, dar volteretas… Alguien dirá, podías ponerte tampones… bueno, para eso tendría que haber sabido que existían. Por lo que recuerdo, fui yo quien varios años después hablé de los tampones con mi madre. Si hubiera vivido en Estados Unidos habría sido una candidata perfecta para convertirme en Carrie (ropa, granos, regla…), salvo por el hecho de que mi madre nunca ha sido una radical religiosa y que para tirarle una piedra a alguien me veo en la obligación de emplear las manos.
Después de que me bajara la regla alguien pensó que lo más normal era comprar un sujetador, aunque la interesada no terminase de ver la relación entre una cosa y la otra. Quiero decir que mis tetas no crecían al compás del resto mi cuerpo: no tenía.
Doña Concha (mi madre) se empeñó en comprar dos sujetadores. Estuvo unos varios años insistiéndome en la necesidad hacerlo, mientras yo me cerraba en banda. “¡Chist” ni hablar de sujetador!, ¡bastante tengo con el emplaste ese que me tengo que poner entre las piernas seis días al mes”. Cansada de mi negativa, se fue a una tienda y me compró dos sujetadores de la marca Little K. Eran blancos y con unas rayitas muy finitas en color pastel: uno rosa y otro celeste. Eran de talla pequeña, pero aun así me quedaban grandes. No sé por qué, me hacían recordar esa serie del oeste americano en el que una de las hijas de la pareja protagonista se quedaba ciega. Sí, esa en la que casi todos eran buenos. No diré que eran unos sujetadores feos, pero me resistía a ponérmelos y no entendía por qué mamá se había atribuido la potestad de ir a comprarlos sin contar conmigo. Era cierto que llevaba dos años negándome a hablar del asunto, pero ¿era ese motivo suficiente? Tampoco es que mis tetas tuvieran vida independiente ni que fueran saltando cada una por su lado. Insisto: no tenía.
Me los puse y lloré, lloré tanto como el día que tuve que ponerme la primera compresa, esa que decían que era estupenda, pero no lo era y tenía de un dedo de grosor (lo repito para que alguien vaya a compararla con las actuales). Después de enjugarme las lágrimas dejé pasar algo de tiempo y comencé mi táctica de despiste, consistente en dejar el sujetador en los rincones más recónditos y escondidos, con la esperanza de que mi madre no los encontrase y se olvidara del asunto.
Desafortunadamente esa estrategia ya había sido empleada poco antes para ocultar una rebeca azul marino del uniforme escolar, a la que los hámsteres habían hecho un agujero de notables dimensiones en un descuido mío. Sí, los ratones no estaban en la jaula sino en mi regazo; sí, se comieron hasta un botón y sí, tuve a mi pobre madre más de dos meses buscando y además la “ayudaba” (como los psicópatas malos de las pelis que ayudan a los policías). En definitiva, la operación “Rebeca Desaparecida” provocó el fiasco de “Sujetador Ausente” y es que no puedes hacerle la misma jugada dos veces a Doña Concha.

Soy monísimo y peligroso: destrozo jerseys y rebecas
Llamé a mi amiga M. (la dejo en el anonimato porque es madre de adolescentes que seguro utilizarían mi historia en su contra) y le pedí que me acompañase. M. era divertida, inteligente, tenía el pelo corto, no parecía beber los vientos por los chicos así que no me insistiría en comprar algo de lo que luego pudiera arrepentirme. Además sabía que con ella, al menos, íbamos a reírnos un rato.
Nos fuimos a la calle Menacho, una de las más comerciales de Badajoz, concretamente al “Híper Textil Catalán”, allí vendían ropa interior a buen precio. La tenían dispuesta en unos cajones descubiertos, de madera lacada en blanco, a disposición de las clientas para que pudieran examinar el género.

Elige, elige que de esta no te libras
Al fin encontré lo que buscaba: sencillo, blanco, triangular aunque la tela era un poco brillante, no mucho, pero para mi castrante mente de aquel momento, el brillo sobraba. Se lo enseñé a mi amiga que dio su conformidad. También era cierto que llevaba media hora esperando a que me decidiese y creo que me habría dicho que sí a cualquier cosa. Pagué y salimos de la tienda.
No habíamos andado ni treinta metros, cuando se metió la mano en el bolsillo y me dijo “Es como este, ¿no? Pues ahí lo tienes”. Al principio creí que me lo había sacado de la bolsa de compra, pero al abrirla me di cuenta de que era igual pero no era el mismo: ¡oh, Dios! lo había robado. Es una de las cosas más bonitas que nadie ha hecho por mí. Acababa de ser agraciada con un dos por uno.
No alabo lo de robar porque soy una cobarde y una pava. Soy tan boba que cuando en las tiendas de todo a cien (pesetas) se confundían en el precio de algún objeto a mi favor, corregía al dependiente para que me cobrase lo que era. Así de gilipollas he sido. Pero al recordar ese momento, cuando sonrió y me puso el sujetador ante la cara, creo que me derrito por ella. Es una de las cosas más bonitas que una adolescente puede hacer por otra: no sufrirás con esos sujetadores de “La casa de la Pradera”, tendrás un sujetador, horrible sí, pero a tu gusto, chica.
En lugar de darle las gracias me puse roja y casi sufro un ataque de ansiedad, la miré todo lo seria que pude y le eché la bronca mientras nos alejábamos a toda prisa de la tienda. Me da tanta vergüenza no haber estado a tu altura, querida M.

Ser adolescente es difícil: cambios corporales, granos, caras que se agrandan, cuerpos que crecen de forma inesperada y no igual por todas partes, pelos que comienzan a salir por lugares donde ayer no estaban.
Con el tiempo se nos olvida, echamos tierra sobre el asunto y nos cubrimos de una falsa seguridad que ahonda la grieta que termina por separarnos de nuestros hijos. Las mías no son conscientes de que me moría de vergüenza por tener la regla; por llevar compresas de más de un dedo de grosor; sujetadores innecesarios, y por esos granos terribles que tenía en mitad de la frente. Y no lo son porque me he encargo de ahogar la adolescente que fui, esa que no soportaba tener el pelo rizado y corto; que se avergonzaba de sus dientes partidos; la que combinaba jerséis dignos de Freddy Krueger con calcetines de rombos. No saben que fui una adolescente que se sentía gorda aunque no lo estaba, una que llegó a estar varios meses sin la regla porque perdió muchísimos kilos deprimida por su aspecto, sin atreverse a confesar ese dolor a sí misma.

La autora en su adolescencia dispuesta a salir un día cualquiera, arreglada pero informal
En esa época los amigos son esenciales y a los padres y madres nos toca pasar a un segundo (y vigilante) plano. Somos diana de crítica, ya no somos perfectos y cualquier cosa que hagamos o digamos será utilizada en nuestra contra, como este texto en el que ¡oh! ensalzas a una amiga que robó un sujetador para ti.
Ser adolescente es difícil: cambios corporales, granos, caras que se agrandan, cuerpos que crecen de forma inesperada y no igual por todas partes, pelos que comienzan a salir por lugares donde ayer no estaban. Clic para tuitear¿Sabes qué te digo? Que mi adolescente interior piensa que aunque tarde, es mejor ser agradecida, así que gracias, gracias, y gracias por el sostén, querida M.
P.D. Ninguna de estas fotos es mía. Gracias a unsplash y a los creadores de Fredie Krueger perdón por el hurto. Un saludo
Marijose Labrador
17 abril, 2020Me ha encantado, y que sepas que me he sentido un poco identificada!!
Anabel
17 abril, 2020Muchas gracias, María José. Me alegra que te haya gustado y que de alguna forma haya conseguido llegarte. Un beso.